Fuente: elcomercio.com.
Sus uñas cortas y su rostro sin maquillaje delatan la transparencia con la que Cristina Paz afronta la vida. Acostumbrada a lidiar con el esmog y el tránsito, desde hace tres años esta madre de familia es una taxista más en la ciudad.
Tiene 34 años, se casó a los 16 y se divorció a los 23. De este compromiso nacieron Vanesa y Angie.
Paz estudió Contabilidad, fue instructora de aeróbicos, auditora y hasta mecánica automotriz. Ahora divide su tiempo entre el comercio de cosméticos, los números, el taxismo y su familia. Hace tres meses se convirtió en abuela. “Fue duro aceptar el embarazo de mi hija, pero ahora quiero que aprenda a defenderse”.
Tal como ella se defendió de los golpes que le dejaron las decepciones. “Después de mi separación tuve que buscar la forma de levantarme. Al inicio el taxismo era complicado, no conocía las calles pero fui aprendiendo”.
Los fines de semana trabaja hasta las 03:00. “Han querido asaltarme, pero me he defendido”.
Para la contadora de profesión ni cambiar una llanta es tarea difícil. “Sé de mecánica automotriz y no me hago problema por nada”.
María Sisa no conduce pero en cambio conoce a la perfección el parque La Carolina. Tres de sus 28 años de vida ha limpiado uno de los baños en el espacio verde.
Con sus ingresos mensuales, no más de USD 150, Sisa cría a sus hijos Édison y Luis, de 8 y 5 años. “Las mujeres somos valientes.
Todo lo hago por mis hijos, para que se superen”, sostiene la riobambeña que vive en Caupicho, al sur, y trabaja de domingo a domingo.
El baño que cuida en el centro del parque luce impecable. “Sí he visto cosas desagradables, pero solo queda aguantar y seguir”.
Por el papel cobra USD 0,10 y para ella ese valor representa mucho. “Con esto hago unos USD 20 más al mes para la comida”.
Marina Vera, de 23 años, también invierte su salario en sus hijas. Labora como azafata de bus desde hace tres años. La manabita admite con timidez que sueña volver a Calceta y cuenta las monedas en un Águila Dorada.
Por el arriendo de un cuarto paga USD 50, lo demás lo envía a su madre, para el sustento de sus pequeñas Gabriela y Emily.
“Mi mamá me enseñó a luchar, pero el sacrificio es por mis hijas”, dice la madre soltera, que inicia su jornada a las 04:30 y finaliza a las 19:00. Llegó hace siete años y ya conoce de memoria la ruta Condado-Congreso. “Hay pasajeros groseros, pero sé manejarlos”.
Lo mismo hace Rocío Ronquillo, quien tiene 26 años y es cajera en un restaurante en las avs. De la Prensa y Del Maestro, al norte.
“Como el cliente tiene la razón hay que aguantar su impaciencia para conservar el trabajo”, relata la mujer, vestida en un impecable traje naranja y amarillo.
A diario, Ronquillo interrumpe su sueño a las 05:00 para alistar a sus pequeños y preparar el desayuno. “Termino de trabajar y llego a mi casa a hacer lo mismo. Cocinar y lavar son tareas duras”, sostiene la guayaquileña que anhela tener una vivienda propia.
A diferencia de ella, Mariana de Morales sí tiene una casa en Turubamba, al sur. Allí crió a 10 hijos. A sus 67 años las fuerzas de sus brazos y de su alma no se desvanecen. Así lo demuestra al cargar las cajas de frutas en el mercado de Iñaquito. Allí escoge a las mejores y las acomoda en su puesto. “Todo he ganado con el sudor de mi frente”.
El esfuerzo no es menor con Digna Ortega, de 39 años, guardia de seguridad en una universidad del norte, de 09:00 a 22:00.
“Por mi edad las puertas se cerraron y el único oficio que conseguí fue este. Así demuestro que nosotras también somos capaces de llevar cargas”, afirma.
Como todas, esta mujer de cálida sonrisa sostiene que el sacrificio es por sus hijos. “El corazón de una madre empuja. Quiero que ellos sean profesionales”, explica y arregla su azul uniforme.
La chompa de Rosa Espinosa también es azul, pero intenso. Corre de un lado al otro en medio de los autos que llegan a la gasolinera de la calle De los Fresnos y 6 de Diciembre, al norte de la urbe.
A sus 30 años y con un divorcio a su haber, Espinosa se convirtió hace seis meses en despachadora de gasolina para ser padre y madre de Janela y Angie, de 10 y 4 años.
“Lo único que deseo a las mujeres es que luchen. Aunque estén solas, que no dejen de pelear”.
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